3 de agosto de 2009

Rosario Castellanos (Ciudad de México, México; 25 de mayo de 1925 - Tel Aviv, Israel; 7 de agosto de 1974)

Es necesario, a veces, encontrar compañía.
Amigo, no es posible ni nacer ni morir
sino con otro. Es bueno
que la amistad le quite
al trabajo esa cara de castigo
y a la alegría ese aire ilícito de robo.
¿Cómo podrás estar solo a la hora
completa, en que las cosas y tú hablan y hablan,
hasta el amanecer?



¿Qué hay más débil que un dios?
Gime hambriento

y husmea la sangre de la víctima
y come sacrificios y busca las entrañas de lo creado,
para hundir en ellas
sus cien dientes rapaces.
(Un dios. O ciertos hombres que tienen un destino)
Cada día amanece y el mundo es nuevamente devorado.

(...)Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable. Y cuando un astro rompe sus cadenas y lo ves zigzaguear, loco, y perderse, no por ello la ley suelta sus garfios. El encuentro es a locuras. En el beso se mezcla el sabor de las lágrimas. Y en el abrazo ciñes el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.


Quisimos aprender la despedida
y rompimos la alianza
que juntaba al amigo con la amiga.
Y alzamos la distancia
entre las amistades divididas.

Para aprender a irnos, caminamos.
Fuimos dejando atrás las colinas, los valles,
los verdeantes prados.
Miramos su hermosura
pero no nos quedamos.

Llevamos nuestros pies
donde la soledad tiene su casa
y allí nos detuvimos para siempre.
En silencio aguardamos
hasta aprender la muerte.



Temí... no el gran amor.

Fui inmunizada a tiempo y para siempre con un beso anacrónico
y la entrega ficticia
—capaz de simular hasta el rechazo— y por el juramento, que no es más retórico porque no es más solemne.
No, no temí la pira que me consumiría sino el cerillo mal prendido y esta ampolla que entorpece la mano con que escribo.

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