16 de noviembre de 2011

Fina García Marruz (La Habana, 28 de abril de 1923)


No, no, memoria del pasado día...
No, no, memoria del pasado día
vengas sobre este sol y césped santo.
No vuelva yo a invocar refugio tanto
de lo que así se crece en despedida.
Quédeme tu intemperie y mi porfía
de caer, de volver de nuevo a alzarme,
no la raída pasamanería
que alza mi polvo y que tu luz deshace.
No me hartes de mí que hartazgo tanto
no soporta mi poca luz vencida.
Mas mi ayer fue tu hoy: no halle quebranto.
Volver a lo pasado no es mi ruego...
¿Pero y aquel aroma de la vida?
Retenga su promesa, no su fuego.


 

Y sin embargo sé que son tinieblas...
Y sin embargo sé que son tinieblas
las luces del hogar a que me aferro,
me agarro a una mampara, a un hondo hierro
y sin embargo sé que son tinieblas.
Porque he visto una playa que no olvido,
la mano de mi madre, el interior de un coche,
comprendo los sentidos de la noche,
porque he visto una playa que no olvido.
Cuando de pronto el mundo da ese acento
distinto, cobra una intimidad exterior que sorprendo,
se oculta sin callar, sin hablar se revela,
comprendo que es el corazón extinto
de esos días manchados de temblor venidero
la razón de mi paso por la tierra. 



Al despertar...

Al despertar
uno se vuelve
al que era
al que tiene
el nombre con que nos llaman,
al despertar
uno se vuelve
seguro,
sin pérdida,
al uno mismo
al uno solo
recordando
lo que olvidan
el tigre
la paloma
en su dulce despertar. 



Del tiempo largo

A veces, en raros
instantes, se abre, talud
real y enorme, el tiempo
transcurrido.
                       Y no es entonces
breve el tiempo. Como el pájaro
al elevarse abarca con sus alas
un diminuto pueblo o costerío,
la inmensidad de lo vivido arrecia,
y se mira remoto el ayer próximo,
en que el pico ávido bajaba
en busca de alimento.
                        ¡Qué eternidad
de soles ya vividos! ¡Y qué completa
ausencia de nostalgia! Para crecer
se vive. Para nacer de nuevo
y rehacer la mala copia original.
Para crecer, se sufre. No se quiere
volver atrás, ni tan siquiera al tiempo
rumoreante de la juventud.
                         Que no para que el rostro
luzca lozano y terso se ha vivido.
No para atraer por siempre con el fuego
de la mirada, no con el alma en vilo,
por siempre se ha de estar.
                          De cierto modo la juventud es también como una cierta
decrepitud: un ser informe,
larva, debatíase, qué peligrosamente
amenazado. Se vivió. se salió,
quién sabe cómo, del hueco,
de la trampa:
                           valió el otro
del bosque de la vida, el pleno encanto
de los claros del sol entre lo umbrío
para pagar su precio: lo tanto
costó poco; poco el sufrir inmenso
para esta dádiva: al rostro
orne la arruga como el pecho la cinta coloreada
de un guerrero
o como al niño la medalla premia
por la humilde labor.
                            Como el avaro
el peso de un tesoro, encorva
la espalda anciana el peso
del vivir.
                             Mas ya, arriba,
a la salida, ya, se mira
hacia atrás sonriendo, renacido,
como agrietada cáscara el polluelo,
ya se van desligando las amarras,
del extraño navío, y como novio trémulo
locamente lo incierto hace señales.
costó dolor, muerte costó, la vida.
Y al tiempo, breve o largo, siempre corto,
como el relámpago del amor, se le mira
ya sin recelo ni amargura
como a las heridas de la mano, en el arduo
aprender de su oficio,
contempla el aprendiz.
Bella es toda partida.



Pedro Salinas Serrano (Madrid, 27 de noviembre de 1891 – Boston, 4 de diciembre de 1951)

Ahora te quiero...

Ahora te quiero,
como el mar quiere a su agua:
desde fuera, por arriba,
haciéndose sin parar
con ella tormentas, fugas,
albergues, descansos, calmas.
¡Qué frenesíes, quererte!
¡Qué entusiasmo de olas altas,
y qué desmayos de espuma
van y vienen! Un tropel
de formas, hechas, deshechas,
galopan desmelenadas.
Pero detrás de sus flancos
está soñándose un sueño
de otra forma más profunda
de querer, que está allá abajo:
de no ser ya movimiento,
de acabar este vaivén,
este ir y venir, de cielos
a abismos, de hallar por fin
la inmóvil flor sin otoño
de un quererse quieto, quieto.
Más allá de ola y espuma
el querer busca su fondo.
Esta hondura donde el mar
hizo la paz con su agua
y están queriéndose ya
sin signo, sin movimiento.
Amor
tan sepultado en su ser,
tan entregado, tan quieto,
que nuestro querer en vida
se sintiese
seguro de no acabar
cuando terminan los besos,
las miradas, las señales.
Tan cierto de no morir,
como está
el gran amor de los muertos.

Aquí...
Aquí
en esta orilla blanca
del lecho donde duermes
estoy al borde mismo
de tu sueño. Si diera
un paso más, caería
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo alterno, leve
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu sueño. Con mi alma
doblada sobre ti
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
para ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No la encuentran. Y entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un soñar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento.
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No había que buscar:
tu sueño era mi sueño.

Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto,
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más. El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada ya,
para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no...
-¿Adónde se me ha escapado?-.
Los pongo 
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.


Dame tu libertad...
Dame tu libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.