11 de mayo de 2011

Gonzalo Rojas Pizarro (Lebu, 20 de diciembre de 1917 – Santiago, 25 de abril de 2011)

Carta para volvernos a ver


 Lo feo fue quererte, mi Fea, conociendo cuánta víbora
era tu sangre, lo monstruoso
fue oler amor debajo de tu olorcillo a hiena, y olvidar
que eras bestia, y no a besos sino a cruel mordedura
te hubiera, en pocos meses, lo vicioso y confuso
descuerado, y te hubiera en la mujer más bella ¡por Safo! convertido.
Porque, vistas las cosas desde el mar, en el frío de la noche oceánica
y encima de este barco de lujo, con mujeres francesas y espumosas,
y mucha danza, y todo, no hay ninguna
cuyo animal, oh Equívoca, tenga más desenfreno en su fulgor
antes de ti, después de ti. No hay ojos verdes
que se parezcan tanto a la ignominia.
Ignominia es tu sangre, Burguesilla: lo turbio que te azota por dentro,
                remolino viscoso de miedo y de lujuria, corrupción
de todo lo materno que es la mujer. ¡Acuérdate, Malparida, de aquella pesadilla!
No hay trampa que te valga cuando tiritas y entras al gran baile del muro
donde se te aparecen de golpe los pedazos de la muerte.
No te perdono, entiéndeme, porque no me perdono, porque el mar
-por hermoso que sea- no perdona al cadáver: lo rechaza y lo arroja
                                                                                                             como inútil estiércol.
Muerta estás y aun entonces, cuando dormí contigo, dormí con una máquina
de parir muertos. Nadie podrá lavar mi boca sino el áspero océano,
Mujer y No-mujer, de tu beso vicioso.
Lástima de hermosura. Si hoy te falta de madre justo lo que te sobra
                         de ramera
y de sábana en sábana, desnuda, vas riendo
y sin embargo empiezas a llorar en lo oscuro cuando no te oye nadie,
es posible, es posible que descubras tu estrella por el viejo ejercicio
del amor, es posible que tanta espuma inútil
pierda su liviandad, se integre en la corriente, vuelva al coro del Ritmo.
Tal vez el largo oleaje de esta carta te aburra, todo este aire solemne,
pero el Ritmo ha de ser océano profundo
que al hombre y la mujer amarra y desamarra
nadie sabe por qué y, es curioso, yo mismo
no sé por qué te escribo con esta mano, y toco
tu rara desnudez terrible todavía.
No hablemos ya de mayo ni de junio, ni hablemos
del gran mes, mi Amorosa, que construyó en diamante tu figura
de amada y sobreamada, por encima del cielo, en el volcán
de aquel Chillán de Chile que vivimos los dos, y eternizamos,
silenciosos, seguros de ser uno en el vuelo.
No. Bajemos de ahí, mi Sangrienta, y entremos al agosto mortuorio:
crucemos los horribles pasadizos
de tus vacilaciones, volvamos al teléfono
que aún estará sonando. Volemos en aviones a salvar
los restos de Algo, de Alguien que va a morir, mi Dios, descuartizado.
Digamos bien las cosas. No es justo que metamos a ningún Dios en esto.
Cínicos y quirúrgicos, los dos, los dos mentimos.
Tú, la más Partidaria de la Verdad, negaste la vida hasta sangrar
contra la Especie (¿Es mucho cinco mil cuatrocientas criaturas por hora...?)
Los dos, los dos cortamos las primeras, las finas
raíces sigilosas del que quiso venir
a vemos, y a besamos, y a juntamos en uno.
Miro el abismo al fondo de este espejo quebrado, me adelanto a lo efímero
de tus días rientes y otra vez no eres nada
sino un color difícil de mujer vuelta al polvo
de la vejez. Adiós. Hueca irás. Vivirás
de lo que fuiste un día quemada por el rayo del vidente.
Mortal contradictorio: cierro esta carta aquí,
este jueves atlántico, sin Júpiter ni estrella.
No estás. No estoy. No estamos. Somos, y nada más.
Y océano,
              y océano,
                           y únicamente océano.


La salvación
Me enamoré de ti cuando llorabas
a tu novio, molido por la muerte,
y eras como la estrella del terror
que iluminaba al mundo.
Oh cuánto me arrepiento
de haber perdido aquella noche, bajo los árboles,
mientras sonaba el mar entre la niebla
y tú estabas eléctrica y llorosa
bajo la tempestad, oh cuánto me arrepiento
de haberme conformado con tu rostro,
con tu voz y tus dedos,
de no haberte excitado, de no haberte
tomado y poseído,
oh cuánto me arrepiento de no haberte
besado.
Algo más que tus ojos azules, algo más
que tu piel de canela,
algo más que tu voz enriquecida
de llamar a los muertos, algo más que el fulgor
fatídico de tu alma,
se ha encarnado en mi ser, como animal
que roe mis espaldas con sus dientes.
Fácil me hubiera sido morderte entre las flores
como a las campesinas,
darte un beso en la nuca, en las orejas,
y ponerte mi mancha en lo más hondo
de tu herida.
Pero fui delicado,
y lo que vino a ser una obsesión
habría sido apenas un vestido rasgado,
unas piernas cansadas de correr y correr
detrás del instantáneo frenesí, y el sudor
de una joven y un joven, libres ya de la muerte.
Oh agujero sin fin, por donde sale y entra
el mar interminable
oh deseo terrible que me hace oler tu olor
a muchacha lasciva y enlutada
detrás de los vestidos de todas las mujeres.
¿Por qué no fui feroz, por qué no te salvé
de lo turbio y perverso que exhalan los difuntos?
¿Por qué no te preñé como varón
aquella oscura noche de tormenta?

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